No hagas nada. Siéntate a mi lado, en silencio. No, no digas nada. Sé
que a ti el silencio te incomoda, todo lo contrario que a mi, pero
por favor, no hables. Yo, totalmente opuesta a ti, prefiero quedarme
tumbada encima tuya, cerrar los ojos, y escuchar los lentos latidos
de tu corazón.—Vale, intento respirar
tranquilamente, como haces tú. Te miro, me miras. Tu mirada expresa
incomodidad, y un cierto toque de curiosidad. Me indicas con la
mirada que continúe.—Se
que no soy lo que buscas, que te va otro royo de tías, lo sé,
créeme. Más habladoras, más atrevidas.—Bajo
la mirada y los hombros, ya se me han quitado las ganas de hablar. Te
acercas un poco más, me coges la mano y me la apretas. Vuelvo a
levantar la mirada, y veo que tienes una suave sonrisa en la cara.
Eso me anima un poco.—Lo
que quería decirte es que no te obligo a que sigas viéndome, tírame
de tu casa, dime que tienes cosas que hacer, que tu madre va a volver
pronto, dímelo, no pasa nada, lo entenderé, ya estoy acostumbrada a
este tipo de cosas. Lo último que quiero hacer es que pierdas tu
tiempo con alguien que no mereces, con alguien que te aburre. No se
si me entiendes. Tal vez llevemos demasiado tiempo viéndonos, pero
te prometo que la única causa por la que sigo quedando contigo es
porque te necesito, necesito tus abrazos, tus labios, y bueno, te
necesito a ti en general.—Bajé la
mirada, avergonzada. Vale, ya lo había dicho. Ahora vete, venga. Me
levanto lentamente, y aparto mi mano de la suya, que todavía tenía
agarrada. Y en silencio, paso por su oscuro pasillo de casa, hacia la
puerta de salida. No me sigue. No me sigue. Ya se ha desecho de mi.
Abro la puerta, me meto en el ascensor y apreto el botón B. Y es
entonces cuando rompo a llorar, le doy un puñetazo al ascensor, y
hace un ruido raro. Ya estoy abajo, pero no me apetece abrir la
puerta. Me deslizo hacia abajo, y vuelvo a llorar. Venga tonta,
levántate, sécate las lágrimas y sal de ahí de una maldita vez.
Eso hago. Abro la puerta del ascensor, y de repente alguien me coge
de la muñeca y me tira hacia atrás. No grito, ya que reconozco esas
cosquillas en mi piel. Tengo la mirada en nuestros pies, y él me
sube la cabeza hasta quedar el uno delante del otro, a pocos
centímetros.—Venga
tonta, sube a mi casa, anda, y que sea la última vez que dices esas
tonterías ¿de acuerdo? Y no llores, por favor, no llores por mi, es
lo último que quiero que hagas. Si alguna vez te hago daño, me
odiaré por siempre, eso ni lo dudes.—Me
coge la mano, esas cosquillas, esos escalofríos tan fantásticos no
los cambiaría por nada del mundo. Y por primera vez en todo el día,
sonrío.